El español que ha restaurado 80 máquinas de juegos arcade y abre su propios recreativos de los 80

Partida va, partida viene, se le ocurrió la idea de aprovechar una planta baja de su madre para comprar alguna máquina primitiva y reunirse con los amigos para rememorar la adolescencia.

Los salones recreativos, a pesar de su pomposo nombre, no solían ser más que uno cochambroso local lleno de máquinas en medio de una nube de humo de cigarrillos Fortuna y Ducados comprados de uno en uno al encargado, un hombre pertrechado con una riñonera atiborrada de monedas. Era el jefe y además de suministrar cambio tenía que estar con mil ojos para detectar a los tramposos que intentaban jugar gratis con ingeniosas artimañas y, a veces, hasta administrar justicia si se crispaba el ambiente.

La tecnología puso de moda las máquinas Arcade –muebles con juegos de carreras, marcianitos, deportivos...– y la tecnología, con la irrupción de las consolas de última generación, acabó con ellas. Pero todo vuelve y del mismo modo que hay románticos insurrectos de los discos de vinilo, están apareciendo por toda España algunos nostálgicos que van recuperando las máquinas Arcade. Uno de los más destacados es José Litarte, que, maquinita a maquinita, se ha convertido en el gran referente nacional después de comprar más de ochenta aparatos. Se define como un arqueólogo de los videojuegos. O, mejor aún, como un «arcadeólogo». Empezó a interesarse por el asunto en 2013, cuando él y su hermano Joaquín vieron que se estaba poniendo de moda una máquina moderna programada para poder disfrutar de todos los juegos de los 80 y los 90. Compraron una y la instalaron en la oficina de su negocio de jardinería para entretenerse en los ratos muertos.

Partida va, partida viene, se le ocurrió la idea de aprovechar una planta baja de su madre para comprar alguna máquina primitiva y reunirse con los amigos para rememorar la adolescencia. «En los foros de Arcade empecé a conocer a gente de toda España y en 2014 nos planteamos crear la asociación». Así nació Arcade Vintage en Petrel (Alicante). Ahora son más de treinta socios que pagan una cuota de 20 euros al mes. Abren cada sábado de 18 a 22 horas para ellos y para los visitantes que, por 15 euros, también pueden jugar hasta hartarse.

No es un negocio. Muchas de las máquinas tienen más de treinta años y se estropean con frecuencia. Por eso tampoco podrían estar encendidas mucho más de una tarde a la semana. Tampoco abundan los recambios y necesitan a electricistas y electrónicos para hacer el mantenimiento. Litarte lamenta ahora que sus proveedores estén en el extranjero porque en España, debido a su volumen y su nulo futuro, los muebles que se retiraban iban directos a un vertedero.
La idea, a sus 39 años, es más ambiciosa que jugar un rato los sábados a lo mismo que jugaban hace más de veinte años. Su proyecto ambiciona «recuperar la historia del Arcade español», recordar aquellos tiempos y, de paso, enseñar a las nuevas generaciones, como su hija de seis años, algo que en su momento «fue flipante porque era otro mundo, pura fantasía, como podría ser ahora la realidad virtual». La pasión del padre ha convertido a su hija «en la única niña de España que ha conocido antes las máquinas recreativas que las consolas: no creo que haya muchas más».
Y en Arcade Vintage jugar es tan valioso como recordar. La tertulia de cuarentones y cincuentones es tan apreciada como una partida al Pac Man o al Space Invaders. Con música ochentera de fondo, comentan que en aquellos tiempos la ‘paga’ semanal no daba para grandes alardes, así que en los recreativos se jugaba poco y se miraba mucho.

El centro social
Los salones eran un centro de reunión. «En los pueblos prácticamente no había otra cosa y todos, jugáramos o no, acudíamos allí a hablar y a comer pipas. Era la manera de relacionarte». Y si pasaba todo el mundo por allí, eso incluía a los quinquis del barrio. «Sí, eran parte de la fauna; su presencia te obligaba a llevar el dinero guardado dentro de los calcetines y hasta de los calzoncillos». También pululaban por allí los pedigüeños –mendigaban un cigarrillo o una moneda de cinco duros para jugar la partida–, los listillos, los plastas que daban lecciones por encima del hombro del jugador... Porque uno le daba a los botones rodeado de mirones.
Cada día tienen más seguidores. También ayudan series como Stranger Things, donde los niños protagonistas juegan en máquinas Arcade al Asteroids, el Dig Dug o el Centipede. O la próxima película de Steven Spielberg, Ready Player Won, también con los 80 y los videojuegos en la escena.
El origen se remonta hasta 1962, cuando aparece Spacewar!, un juego que, a finales de los 60, inspiró a Bill Pits, de la Universidad de Stanford, a fabricar una máquina que funcionase con monedas para salones recreativos. El invento era demasiado caro y solo en 1972, cuando fue capaz de agrupar varias consolas en una única instalación, logró vender su artilugio al Coffee House de Tresidder Union. Allí funcionó a pleno rendimiento hasta 1979, cuando fue retirado antes de pasar a ser expuesto en la Universidad de Stanford.
En 1972 también salió al mercado Pong, una de las primeras máquinas Arcade, que consistía en un simplísimo juego parecido al tenis con dos líneas que golpeaban un punto. Era de Atari, que vendió más de 35.000 unidades –con los clones de la competencia su número superó las 100.000– y que en 1975 la convirtió en una de las primeras consolas de la historia en entrar en los hogares de decenas de miles de usuarios.
España también tuvo una industria bastante potente desde que, en 1980, Cidelsa sacara Destroyer, una máquina de marcianitos que fue la primera diseñada íntegramente en el país. El juego mantenía en memoria la mayor puntuación, uno de los distintivos de los productos de Cidelsa en los primeros años.
El primer pelotazo internacional fue Space Invaders, que supuso la entrada definitiva de los japoneses en este mercado y que contó con un respaldo inesperado: el impacto en la sociedad que supuso en 1976 el estreno de La Guerra de las Galaxias en los cines de todo el mundo.
Litarte ya tiene casi la baraja completa, pero aún se le resisten algunas reliquias como el Donkey Kong, aunque ya debe de estar de camino dentro de un contenedor desde Estados Unidos. Algunos caprichos le han salido caros. Hasta 2.500 euros. O viajes al norte de Francia, como el que hizo para traerse una edición limitada del Super Hang-On, la mítica máquina de conducción que se jugaba subido encima de una moto que tumbaba en las curvas.
Las consolas, las máquinas de los 80 que se reciclaron con los juegos de los 90 y las tragaperras, que también se tragaron a las Arcade, complican la búsqueda de las más antiguas. «Se destruyó casi todo», se lamenta Litarte, orgulloso, eso sí, de su legado, pues además de su salón recreativo ha creado una convención anual, el Arcade Con –este año, del 1 al 3 de junio–, e imitadores bienvenidos como Arcade Barcelona, Arpa (Zaragoza), Asturcade, Navarcade...